Extrema unción
Al entreabrir
los ojos y encontrar su mirada cálida encima de él, comprendió que se estaba
muriendo. Llevaba encima y debajo de la piel cicatrices de su desamor. Arañazos
del desprecio. Machucones de su desdén. Esas aureolas tumefactas que señalan el
sitio donde la otra mano aprieta y ahoga. La quemadura de su sonrisa
indiferente. El cráter que los ojos hirientes abren en las vísceras agobiadas.
El rubor que ya no asoma y el sudor que se derrama piel adentro como un veneno.
Pero murió feliz. Una sonrisa de plenitud cerrándole la boca. Sin llegar a
darse cuenta de que la enfermera de la noche sostenía cerca de su cara
desahuciada aquella foto de hacía quince años desde la cual ella —moribunda—
sonreía. ◊
GE / Ricardo Rojas, agosto 2010